sábado, 3 de marzo de 2012

Varada.


Puedes quedarte aullando a la luna,
llorando frente al mar
o gritando en contra del viento.

Puedes arrinconarte en el fino trecho que separa la locura de la verdad,
mojar la cama con el sudor y las lágrimas de la soledad
o hozar entre los recuerdos algo que te haga sonreír.

Puedes golpear la mesa con el puño cerrado,
para hacerte daño y así tener un motivo coherente por el que llorar
o para que el dolor que sientes se concentre en un solo lugar.

Lloras, niña mía, todas las noches.
Arañas la felicidad cuando lo ves
y te caes cuando se va sin besarte.

Viviste, niña mía, cientos de historias fallidas.
Historias que quisieron ser pero no fueron,
historias de amor hermosas que jamás culminaron con un te quiero recíproco.

Sufriste, niña mía, por amores platónicos,
amores imposibles,
porque eres demasiado cobarde como para abrir tu corazón.

Yo soy, niña mía, la más hipócrita al decirte que no llores, no permitas que nadie se regodee de tus llantos. Cada golpe te hace más fuerte, niña mía.

Nietzsche ya reafirmó que el tiempo regresa.
El eterno retorno me ha afirmado que mi corazón se enamora una y otra vez, cada vez de una forma más sorprendente, hasta que consiga dar con su mitad perfecta.
Cada vez me hago menos valiente para decir lo que siento,
pero sí se acrecentan las sorpresas que me depara ese amor:
me enamoro cada vez más
sufro cada vez más.

Una simpre regla de tres.

Me encuentro varada en el medio del desierto, abandonada y desencantada tras darme cuenta que me he perdido: ese camino no era el correcto.

No hay comentarios: